Eva sostiene la copa de vino blanco manteniéndola a salvo de los ceceos de su amiga y del caliente sol del domingo.
A pesar de sus interminables chismorreos y de los cuarenta minutos conduciendo, está pensando que ha sido muy buena idea aceptar la salida.
El repentino olor del salitre llega hasta su nariz anulando el sentido de la vista, que se queda en las burbujas, y deja el monólogo en un leve rumor para que el oído busque el de las olas. Cuando cree encontrarlo sonríe y sus sentidos regresan poco a poco. El de la vista, con vergüenza, juega al escondite con los ojos de María para no confesar la ausencia.
Ahora mira al perro.
De espaldas, el dueño tira de la correa como en un acto reflejo, o un muelle, cuando nota que el animal tira de élla. Eva mira como uno ladra y el otro vuelve a tirar de la correa y gira la cabeza.
La imagen de Saúl es sólo un impulso nervioso a mitad de camino cuando el corazón ya le ha reconocido. Se lo hace saber dando una brusca pirueta, un vuelta y vuelta que le tiñe la cara de un rojo adrenalina, los latidos en el cuello como tambores y bombos, la respiración haciendo lo que buenamente puede y las piernas desfalleciendo bajo el incendio abrasador de que son pasto sus tripas.
Él, que fué el último al que se entregó sin condiciones, abriendo puertas y ventanas, volando todo cuando estaban juntos, enamorada. Y también el primero con el que ha vivido, pero el primero al que empezó a cobrar deudas que otros dejaron, con los intereses guardados en cajones ocultos y detras de la puerta la correa, cada vez más corta, cada vez más usada hasta que de puro desgaste se rompió.
Allí se ve ahora Eva, con la correa en la mano, la herida abierta donde va a estar la cicatriz, mal curada por el remordimiento. Una de esas cicatrices que se convierten en metereólogas, dejándose notar cuando amenaza tormenta en el alma, o lo que es peor, frío. De las que te tuercen el dia, el gesto, y conjuran a la oscuridad cuando alguien o algo te la recuerda. De las que no se enseñan. Ya serán nostalgia, o ni éso.
Eva dice, 'vámonos', y se queda la palabra rebotando encerrada en su cabeza, como un eco, hasta que el coche entra en la autopista. Su sandalia derecha, aplastada entre el pié y el acelerador, parece haberse quedado allí, pegada al suelo, atada a Saúl.
lunes, 6 de julio de 2009
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Cuando me dí cuenta de lo que me intrigaba de la foto (los dos pies en la misma dirección) empecé a dejar que me hablara, aunque todo sea imaginado.
ResponderEliminarPara la mi la clave de la escena (la fotográfica) está en la forma de agarrar la correa, como si se tratara de una cuerda, anulando su extensibilidad. A partir de ahí solo hay que ir soltando correa imaginativa para pensar en un tipo que compra una correa extensible para luego apretar más y mejor.
ResponderEliminarTú en cambio tiraste de la correa de los pies, siempre los pies, ese fetiche fotográfico tuyo (ahí tienes una idea para tu próxima exposición) y diste con una historia de ataduras que dejan marcas, de cuerdas que no terminan de romperse. Qué gusto soltar el seguro y contemplar hasta donde es capaz de llegar el perro.
(Muy bueno, Josh, siempre sorprendiendo)
Sorprende muchas veces lo que una imagen es capaz de transmitirnos, de hablarnos como tu dices. Cosas cotodianas puestas en manos de un artista, ¿hay algo mejor? un abrazo Josh.
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