miércoles, 24 de junio de 2009

La abuela


Son pocos los motes que pueden soportarse con una sonrisa. Los más juegan permanentemente al escondite con los oidos de sus involuntarios poseedores, aunque tarde o temprano los unos acaban sabiendo de los otros.

La primera vez que escuchó el suyo fué hace más de 20 años por boca de un niño que insistía en hacer una de esas preguntas inocentemente sinceras y perfectamente inoportunas, mientras pasaba delante de aquella ventana a la que ya apenas se asomaba, y que cuando lo hacía era con el gesto seco poco a poco tallado por la soledad.

La última fué hace 20 días, en una conversáción de teléfono entre la agente inmobiliaria y una amiga suya, fué también la primera vez en cincuenta años que recibía la visita de un ser humano. Porque 'la abuela', aunque sea un dato secundario y sin importancia además de un mote simple por evidente, era una casa.














Porque, a pesar de las pequeñas y vanales conversaciones de cada día, del suave batiburrillo de voces normal en cada reunión bajo el sol de la tarde, incluso de las íntimas confidencias que van cayendo entre susurros cuando la confianza está muy madura, élla, 'la abuela', se sentía sola.






Por todo, aquella tarde no era como las demás.

Una pequeña piscina de un azul intenso hacía sonreir al jardín, mientras el agua, jugando con el sol de Junio, le hacía cosquillas en el techo desconchado de la primera planta. Más o menos a la altura del estómago.

La brisa caracoleaba entre las hojas de los árboles y volando con ella las notas de las risas y los chapoteos peinaban también la hierba, tan alta, rebotando en las paredes y trepando como pompas de jabón hasta el tejado.

Sensaciones que llenaban tanto sus pulmones que, para no explotar, se le batían las ventanas y las puertas, bailando alocadamente las viejas cortinas, respirando toda ella como una pieza de Strauss, con los achacosos crujidos intentando coger el compás.



Cuando Axel se quiso resguardar de la brisa fresca casi en su regazo un pequeño seismo la recorrió hasta el último rincón, sintió como si sus cimientos fueran diez veces más sólidos y se hubieran hundido en la tierra transformados en profundas raices de piedra. Pero a la vez como si los mismos cimientos se desintegraran, como si no le hicieran falta, como si pudiera flotar.

Lo segundo que pensó, mientras se inclinaba imperceptiblemente para abrazarle y aspiraba el aroma de su pelo mojado, fué que no le importaría derrumbarse sosegadamente esa misma noche.

Lo primero que hizo fué sonreir mientras pronunciaba en voz alta su mote.